viernes, 15 de abril de 2016

Ilusiones o luchas


Como siempre, voy a insistir que cuanto más profunda sea la necesidad de un líder mayor es el grado de sometimiento y de atraso del grupo (así sea un equipo, una institución, un movimiento o todo un país) que lo erige. En el líder se depositan no sólo esperanzas e ilusiones, ambas de por sí ocultando nuestra decisión de negar los aspectos que nos contrarían de la realidad. Precisamente es una forma de entrega, de cesión de responsabilidades: pretendo que esa persona decida por mí en aquello que no quiero hacerme cargo.
En todos los ejemplos vemos este común denominador, hay un pueblo sometido que busca redimirse: los alemanes de la humillación de la 1ª guerra mundial, los hindúes del colonialismo inglés, los afroamericanos y sudafricanos del racismo. En nuestro caso, se trate de Evita, Perón, Néstor, Cristina, Irigoyen o cualquier otro, más que liderazgo hay una clara idolatría que no entiende de razones, es puramente emocional. Cualquier razón enarbolada en realidad intenta en vano racionalizar lo irracional.
A diferencia de Gandhi o incluso de Mandela, quienes por ejemplo buscaban unir a su pueblo, los ídolos argentinos tienen pies de barro. A pesar de las pruebas que emparentan a Cristina con Macri a partir de los panamapapers, a pesar de la entrega realizada por su gestión mediante el pago de la deuda, la reapertura de negociación con los fondos buitres, el escándalo de Repsol, a pesar de los Lázaro Baez, de los Grobocopatel, de los Cristóbal López, de la entrega a Chevron, a las mineras y a Monsanto, a pesar de encarnar por enésima vez un intento bonapartista de contener a la clase trabajadora (jamás voy a olvidarme de 2001/2002 como sí lo pretende hacer precisamente quienes la idolatran) hay muchas, muchas personas todavía con una sed profunda de ilusiones, de soluciones mágicas y redentoras, al mejor estilo judeo-cristiano (que en definitiva es todavía parte de la esencia de la gran masa argentina)
Ahora bien, quien crea que nada ha cambiado en esa relación desde el surgimiento del peronismo está ignorando las diferencias con la actualidad. Basta recordar que aquellas masas que fueron un 17 de octubre a pedir la liberación de Perón venían de padecer las consecuencias de la llamada década infame, que fue más de una década y cuyo ataque a las masas trabajadoras había comenzado incluso antes del primer golpe de Estado, en pleno gobierno irigoyenista: cualquiera puede hoy leer la excelente crónica de Osvaldo Bayer o incluso ver la película sobre la masacre patagónica de obreros. Perón representa un viraje en cuanto a la política desplegada por el Estado para con la clase trabajadora: de la persecución y guerra sin cuartel típica de gobiernos conservadores a la intermediación del bonapartismo en la lucha entre la clase obrera y la capitalista. No fue el primero en proponerlo, ya se le había adelantado sin éxito Irigoyen, quien terminó por ello encarcelado. En ese entonces lo incipiente de la burguesía industrial local había impedido el desarrollo de un modelo capitalista de corte nacionalista; por el contrario, Perón encontrará terreno fértil en los '40 debido precisamente al mayor grado de desarrollo industrial y a la incapacidad de la clase obrera de organizarse. Luego de realizar concesiones y de otorgar algunas reivindicaciones que la lucha obrera reclamó desde su nacimiento (¡más de 60 años de lucha!) cuando debió jugársela huyó a la primera oportunidad. Sin embargo, esa gran masa que lo idolatró siempre no cesó en la lucha por su vuelta, más allá del propio interés de Perón por volver. Finalmente, el ídolo volvió precisamente en el fulgor de la lucha obrera, específicamente para frenarla. El símbolo lo constituye el famoso acto donde echa a la juventud peronista que fuera principal protagonista de su vuelta. ¿Acaso sirvió para abrirle los ojos a sus incautos seguidores? Por supuesto que no, pues nadie puede contra la ceguera emocional de la idolatría. Sería como pretender que un hincha de fútbol cambiara el club de sus amores.
El caso del kirchnerismo es bien diferente: supieron encarnar las reivindicaciones más dolorosas de nuestro pueblo para a partir de allí edificar un nuevo mito, un nuevo relato como ellos mismos lo llaman acertadamente. La temprana muerte de Néstor Kirchner (en términos de sus posibilidades políticas) facilitó la tarea y solo bastó el entronizamiento de Cristina, quien también supo explotar su condición femenina para captar el creciente reclamo igualitario en la cuestión de género, ayudada por los anacrónicos ataques machistas de medios masivos. Pero más allá de lo específico, la característica distintiva de los K es la polarización frente a la unificación de Perón: mientras este último estiraba al extremo la demagogia para quedar bien con dios y con el diablo, los Kirchner apostaban a su endiosamiento y a la demonización de su oposición. El símbolo de esto lo constituye la relación con Bergoglio/Francisco 1º, el cual pasó de ser un férreo opositor a su principal aliado debido a la necesidad de ambos (kirchnerismo y Vaticano) de mejorar su relación con las masas.
La dilución de la clase trabajadora en las masas, entonces, es la constante de todas estas experiencias bonapartistas, en las cuales renunciamos a tener voz propia para tutelarnos bajo un vocero que en realidad no nos representa: en vez de ser el portavoz de las reivindicaciones de clase, lo cual lo erigiría en un auténtico representante, en realidad oficia de caudillo o pastor indicando lo que debemos pensar, lo que debemos hacer.
Por otro lado, existe un grupo marginal que es el heredero directo del nacimiento mismo del movimiento obrero por parte de la introducción del ideario socialista y anarquista, hoy mayoritariamente más cercano al trotskismo. Este es un grupo heterogéneo, dinámico y fluctuante, el cual aún pugna por emerger a la superficie desde su marginación por parte del peronismo. Por supuesto, como a todo grupo marginal, le toca lo más difícil, remar contra la corriente que aún hoy oscila entre el progresismo y el neoliberalismo. Por supuesto, debido a la clase que representa, su rival directo "de barrio" es el progresismo, quien no deja oportunidad de correrlo "por izquierda". Hoy, sin embargo, la situación lo deja mal parado debido a la caída de la máscara progresista por parte del kirchnerismo, quien hoy simplemente se alínea tras la figura de Cristina y el relato kirchnerista. También por el seguidismo de otras corrientes progresistas, como el caso de Proyecto Sur que terminó con Carrió, De Genaro que terminó apoyando a Scioli o la propia Stolbizer de Progresistas quien votó a favor del pago a los buitres, ratificando su alianza con el macrismo.
Esta situación sin duda debería presentarle una ventaja a la izquierda trotskista, en especial a su principal referente, el Frente de Izquierda y de los Trabajadores. Sin embargo, sucede todo lo contrario: el frente está al borde del colapso producto de las diferencias tácticas entre sus principales integrantes. Uno brega por delimitarse claramente del kirchnerismo, el otro busca cautivar a sus desencantados maquillando diferencias.
Este es el problema central que nos atraviesa a lo largo de nuestra historia: luchas intestinas, seguidismo o faccionalismo, entrismo o sectarismo, pero por sobre todas las cosas, falta de una clara delimitación política entre quienes representan a los capitalistas (sean nacionales, extranjeros o multinacionales) y la clase trabajadora. En definitiva, conciencia de clase.
Claro, la conciencia de clase tiene que ver con una gran responsabilidad, porque para un trabajador significa luchar contra el capitalismo, es decir, contra quienes viven de renta usufructuando los beneficios que genera su trabajo. El capitalismo nos ofrece una tentadora ilusión: nuestro propio desarrollo capitalista. En realidad, asistimos a una situación digna de la mitología griega, semejante al mito de Sísifo con su piedra: cada nuevo intento de desarrollo será absorbido por el gran capital, en su tendencia hacia el monopolio. Pero además en su afán por ganancias se llevará puesta cualquier mejora que haya otorgado a los trabajadores. Es en ese punto donde acuden al rescate del capitalismo las instancias de intermediación o bonapartistas, realizando una serie de concesiones que frenen el clamor de las masas trabajadoras, para luego volver a iniciar el ciclo de depredación. Si observamos con atención vamos a notar mayores frecuencias de crisis y mayor duración de las mismas: prácticamente no alcanzamos a salir de una que ya estamos frente a otra, en una suerte de crisis permanente.
En definitiva, nos encontramos en una situación decisiva donde, o bien renunciamos a la lucha de clases y vamos tras la ilusión por un desarrollo capitalista nacional, o bien bajamos los brazos y nos resignamos frente a los golpes asestados por el capitalismo, tratando de resistir sus embates con la ilusión de una mejora futura, o bien nos atenemos a la realidad y dejamos las ilusiones para afrontar el lugar que nos toca como trabajadores y por ende nos situamos desde una perspectiva clasista en la lucha contra el ajuste capitalista y por un movimiento obrero clasista que a futuro pueda disputar el poder.